Recuerdo la sensación que tenía esta última vez que he visitado España, mirando por la ventana del coche de una amiga que vino a buscarme al aeropuerto por la noche, observando las luces naranjas de las farolas de la Cartuja. Era muy nostálgico, el calor árido de la noche Sevillana en agosto, dándome la bienvenida por primera vez en tres años sin recordar lo que era vivir un verano en Sevilla.
Yo he vivido aquí. Durante una época pensé que no volvería a sentirme en casa en ningún otro sitio. También es cierto que siempre supe que Sevilla se me quedaba muy pequeña y que si quería avanzar en la vida, tenía que marcharme. Quería visitar otros lugares, conocer otro tipo de gente, encontrar mi sitio.
No estoy muy segura de si Sevilla alguna vez fue mi sitio, pero era familiar y conocida. En Sevilla estaba mi hogar, y sigue estando allí, pero Sevilla en si, ya no es hogar. Y siempre será verdad que la comida no sabe igual en ningún otro sitio, que sentarse en una terraza a tomar una cerveza al sol nunca será lo mismo aquí, que todas las noches y los días, todas las historias que he vivido en mi ciudad natal son una parte muy importante de quien soy.
Pero me fui. Me fui a vivir a Inglaterra y llevo tres años de mi vida pasando por mucho, aprendiendo y evolucionando. Inglaterra es un país imperfecto, como todos, pero le lleva delantera a España en muchas cosas. Vamos de progres, pero se nota mucho el franquismo, se nota mucho la guerra civil y lo atrasada que está España en forma de pensar. Especialmente después de llevar más de medio año viviendo en Brighton, que es la capital gay de UK y que los que vivimos aquí de acogida, la llamamos con cariño "la burbuja".
Pasar de Brighton a Sevilla es como retroceder por lo menos 20 años en el tiempo, siendo generosos.
Recuerdo cuando era adolescente y empezaron a gustarme las chicas y los chicos. Lo primero que me dijo mi padre, fue que tuviera cuidado con lo que decía y a quién, que eso no le importaba a nadie. Es decir, que si salía con un chico no había problema, podíamos ir de la mano por la calle, besarnos y decírselo a todo el mundo, pero si me gustaba una chica me lo tenía que callar porque eso "no era asunto de nadie" y porque "había que tener cuidado de quién sabía qué cosas de ti". Como si fuera algo malo. Y durante mucho tiempo, me sentía culpable si alguien se enteraba y me costó muchísimo trabajo desprenderme de aquella sensación. Y yo sé que era con la mejor intención, pero para mi, a día de hoy, que enamorarme de personas y no de cuerpos se ha convertido en algo tan natural como respirar, que se me olvida cuando tengo una conversación con una persona en España que "ostia, que hay gente aquí que todavía lo ve mal" y que es una cosa de la que por lo visto tendría que avergonzarme, siento que cuando era una adolescente y mi padre me dijo todo eso, estaba hablando desde el miedo a que me pasara algo, pero también desde la ignorancia. Porque lo único que hizo fue reforzar una inseguridad sobre quien era y mis sentimientos hacia otras personas, que la adolescencia ya de por si lleva de serie.
No siento que nada de eso haya cambiado. Sigue habiendo un sentimiento general de "vergüenza" por algo de lo que nadie tendría que avergonzarse. Ya no solo con el tema de la sexualidad, sino de la identidad. Ser diferente en España es difícil. Es un país en el que destacar está mal visto por una gran parte de la población. Lo dice una persona que siempre ha sido diferente y a quien nunca le ha dado la gana de ocultarlo. Me he vestido de gótica, de lolita, he hecho cosplay de anime, de todas las cosas posibles de las que uno se pueda vestir para divertirse y echar un buen rato, o simplemente porque me gustaba. He jugado con mis muñecas y me las he llevado al parque a hacerles fotos. He llevado a chicas de la mano y las he besado en público. Y siempre he tenido que tener una personalidad muy fuerte para poder hacerlo sin que me afectase lo que pensaran los demás de mi.
Pero el tiempo pasa y uno cambia, y viviendo en la burbuja Brighton y tras dos años en Londres, la ciudad de "no me importas lo más mínimo, como si vas en el metro con unas bragas en la cabeza" el contraste con Sevilla me ha resultado de lo más áspero. Especialmente los últimos meses, que han sido para mi de evolución, de encontrarme a mi misma y mi opinión sobre el género, el decondicionamiento sobre lo que debería ser un hombre, o una mujer, y por qué siento que para mi el género es una mera construcción social.
Me he dado cuenta, con tristeza, de que España está muy lejos todavía de entender todas estas cosas. Recuerdo conversaciones con amigas hace años, del tipo "si te dijera que nunca me he sentido ni hombre, ni mujer, ¿lo entenderías?" y los silencios incómodos de después.
Recuerdo los "¿Y que esperas? Si vas por la calle vestida así y haces esto y lo otro, es normal que la gente te mire como si fueras un bicho raro, o reaccione mal" como si fuera de lo más natural no aceptar la diversidad. Ese pensamiento tan arcaico de normalidad y de que todos tenemos que ser una copia, de una copia, de otra copia. Ese universo en el que la palabra individuo da tanto miedo y que para mi han quedado tan, tan atrás.
Volver a Sevilla es como viajar en el tiempo. Y es triste darse cuenta, porque la vida es mucho más que roles y modelos, la vida es mucho más que fruncir el ceño ante lo que no se comprende. La vida es fascinante y las personas son interesantes cuando se permiten a sí mismas ser como son, ser únicos, distintos, abiertamente y con la cabeza bien alta.
Y me pone triste. Caminar por mi Sevilla y darme cuenta de lo mucho que echo de menos los rincones en los que he crecido, pero que han dejado de ser mi hogar. Llegar al final de mis vacaciones echando de menos Brighton, esa ciudad maravillosa, tan abierta y tan preparada para la diversidad y para el cambio que me está enamorando poco a poco y en la que por fin, después de tres años fuera de casa y siendo una extraña en un país extranjero, estoy empezando a sentir como mi hogar.